jueves, 22 de mayo de 2008

MI PRIMER EXAMEN PARA SER GUARDAPARQUE

Cuando me preguntan cómo hice para llegar a ser guardaparque nacional, les cuento sobre el ingreso: examen escrito de cinco materias, el examen oral, la entrevista con guardaparques nacionales, el psicodiagnóstico y algunas burocracias.
Pero cuando yo soy el que me pregunto cómo hice para ser guardaparque, me respondo con este ingreso:

Cuando yo tenía siete años San Vicente, mi pueblo, conservaba un aire de naturaleza indómita y salvaje. Bueno, es mi deber aclarar que, para mis ojos con siete años de vida, casi todo era indómito y salvaje. Empezando por mí. Mi madre, más sorprendida que enojada, no podía explicarse cómo su hijo Alexito sacaba tanta energía a lo largo del día, ni cómo del lavarropa salía tanta mugre en lo corto de su ropa. Ahora que lo pienso, para comprender tendría que haberse atrevido a dejar su mundo de plancha y cocina. Y viajar. Desde uno de sus días de zapatos por las obligaciones del rulero hasta un día de los míos, de pies desnudos para la tentación de los charcos.
Una de las cosas que más me asombraba eran los pájaros. Esos animalitos sabían cantar, construir casitas, alimentar sus pichones y sobre todo, sabían volar. Poco a poco, tuve la convicción de que no eran animales. Yo no sabía de reino vegetal, animal, ni mineral. Pero me convencí de que los pájaros pertenecían al reino de las nubes. En cambio, las ranas, los sapos, las culebras, gusanos, moscas, escarabajos y hasta la misteriosa mamboretá, no tenían reinado ni patria. Por lo tanto, eran fáciles de cazar. Tenía, para esta actividad, diversas herramientas perfeccionadas con la sabia opinión de mis tres primos, ya viejos en este oficio. Yo los admiraba porque además de saber atrapar cualquier bicho, tenían gomeras bien lustradas en cada uno de sus altivos cuellos. Esto significaba el poder sobre el reino de las nubes. Convertía los pájaros en simples ciudadanos, sujetos a la ley de mis fabulosos primos mosqueteros. Por el derecho de familia y de mi deseo, D’Artagnalex debía tener su propia gomera.
--Muchas ramas en forma de horqueta fueron desechadas. Hasta que al fin, una de ellas me convenció. O quizás me convenció mi papá, que dijo ¡basta!, extrañado al ver a su hijo de siete años podando los arbolitos del fondo. Al fin, pude fabricarme una gomera. Era en realidad una ramita débil, con un par de elásticos del costurero de mamá. Pero para mi realidad era el sueño de tener el dominio sobre el reino de las nubes. Lleno de jerarquía y arrogancia decidí imaginar a un gran pájaro posado en la copa del ciruelo. Tensé mi brazo y estiré el elástico, que contenía una piedra grande y pulida, como merecía el disparo de bautismo. Solté la piedra y el aliento. Mi piedra casi supera la copa (desde la dulce imaginación de niño todopoderoso). Pero desde la realidad de niño práctico, le saqué a mamá un poco de pan, queso y galletas. Esparcí todo sobre el suelo del patio. Y esperé, detrás del tupido pomelo, al ser alado que dignándose a comer ese rejuntado, se colocara lo más cerca posible del corto alcance de mi gomera.
Seguramente mamá se habrá preguntado por qué sacaba un poco de pan un rato; luego algo de queso y más tarde, las galletas. Habrá llamado a papá para espiarme. No les habrá costado mucho ver, desde la ventana de la cocina, el queso, las galletas y el pan desparramado. Pero seguro, habrá resultado difícil distinguir detrás del pomelo barrigudo, al hábil cazador camuflado, con la sábana húmeda del tendedero.
Ya olvidada mi primera frustración por el poco alcance gomeril, debía enfrentarme con el largo alcance de la vigilancia de mis padres. Me explicaron que los pajaritos tienen hijitos, y que deben alimentarlos, y que si yo los mato iban a quedar huerfanitos, y que si yo sería tan malo, y que la sábana se ensucia, y todos los ‘y que’ que pueden decir los padres para rehabilitar a un hijo, futuro cazador terrible y despiadado. Si bien pusieron voluntad en explicarme, yo también puse voluntad en aferrarme a mi gomera. Ahora bien, como de padres se trata, mucho más avezados en el arte de la dialéctica y el convencimiento, pronto me doblegué al entregarles, sumisamente, el material bélico artesanal. Agravado por la humillación de prometer cuanta bondad futura se les ocurriese. Pero aún siendo analfabeto e inculto, tuve el chispazo de mi propio caballo para esos altivos padres troyanos. Mientras juraba ser bueno, no hacer nunca daño y demás yerbas, bajaba mi cabeza para que ellos creyeran humildad y acatamiento. En realidad, ocultaba mi mirada que se dirigía hábilmente al lugar exacto donde papá tiró mi gomera. Justo entre las lechugas de la huerta. De este modo, con esfuerzo sobreinfante, grababa en mi poca extendida memoria aquel contorno verdugráfico. Cuando los troyanos se descuidaran, este hábil Agamenón, recuperaría fácilmente su orgullo rescatando su gomera. Eso sí, la inocencia del decir y del hacer sería difícil de recuperar.
(Fragmento de "La piedra sonriente")

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