jueves, 29 de mayo de 2008

lunes, 26 de mayo de 2008

LA PIEDRA DE HACER SOPA

Aquí podrás verme narrando un cuento:

jueves, 22 de mayo de 2008

MI PRIMER EXAMEN PARA SER NARRADOR

Nos hicimos amigos en el Instituto de Formación Docente e Investigación para Comunidades Aborígenes y Sectores Marginales de Ingeniero Juárez, Formosa. Lugar con demasiadas letras para nuestras ansias más humildes: ser maestros rurales. Allí, compartiendo trabajos prácticos y recreos, nos fuimos conociendo. Él, Oretuel Joibiro, mataco para los criollos, wich'i para los de su raza y buceador arriesgado para el río. Yo, Alejandro Ayala, guardaparque para los criollos, guitarrista para los de mi raza y filósofo sin compromiso para la vida.
--A lo largo del año 1989, con las horas de antropología, didáctica y geografía, también tuvimos días en la Reserva Natural Formosa. Allí, él me enseñó a invocar el fuego ancestral con los palos secos del vinal. También me mostró la forma de hacer un silbato invocador de vientos -enroscando las hojas del yuchán- y a recolectar la doca de monte para luego asarla al rescoldo. Por mi parte, le enseñé algunos punteos en la guitarra, a manejar el jeep y le mostré, luego de embriagarme con agua del arroyo Teuquito, mi corazón dolorido por el amor no correspondido de una doctora.
Vieja historia para la humanidad pero muy nueva en mis venas. Lo que me impidió en aquel momento entender sus palabras: “Si amar a esa mujer te trae tanto dolor, es porque ese tanto tiene de capacidad tu corazón. Alguna vez, ese tanto va a tener la oportunidad de llenar y ser llenado por otras circunstancias mayores. Bendecí lo que te pasa”. Pensé por un momento que era evangelista. Luego me di cuenta que era el evangelio, pues me dijo, adivinando el contenido de mi mirada: “Bendecir, significa bien decir. Quien dice el bien, esparce la semilla.” Y sus palabras salieron con el mismo tono con el cual hablaba a sus hijos. Sin embargo me sentí su hermano, porque adiviné que todo lo había dicho por haber sufrido una misma experiencia.
Un día ya no pude visitarlo más. En Ingeniero Juárez, donde estudiábamos, yo solía ir a la casa de Oretuel. Una casa como las que había en las afueras del pueblo, hecha con restos de maderas, sobras de chapa-cartón y atadas con alambres. Pero sobre todo, hecha con mucho espacio fraterno, de lo contrario no se entendería cómo, en un solo ambiente de cuatro por cuatro, compartíamos tanta dimensión de abrazos. Porque la casa de Oretuel era la casa de sus abuelos, sus padres, sus hijos, sus hermanos y también de algunos otros parientes y amigos como yo. En fin, les contaba que no pude visitarlos más, porque decidieron dejar de recibirme como pasajero ocasional para estrechar mi mano como parte de familia.
Fue una tarde con fogón y artesanía. La abuela y la madre, estaban usando cenizas para los hilos del bolso que llaman yika. El abuelo, Oretuel y el papá, estaban lijando y dando forma al palo santo que, por milagro de sus manos, se convertía en ipecaás, en bandurrias, en espátulas rosadas; todas aves en pleno vuelo. Y los más chicos con otros amigos montaraces permanecían sentados en el suelo según el desorden de estatura, riendo a medida que contaba mi vida. La vida de internarme en el monte con la teoría de ciencias ecológicas que proporciona la escuela de guardaparques y la práctica manual que proporcionan los mosquitos.
Mientras la rueda de la sopa se iba terminando y luego de aceptar un poco de ijkyen que me ofreció la esposa de Oretuel, anuncié mi partida. Don Joibiro abuelo sonriendo dijo: “Es de noche, hijo. Aquí nuestro techo es un techo para vos”. Y si esto no bastaba para decidirme, los Joibiros más chicos me tomaron de la mano, llevándome a la porción de frazada para que les hiciera compañía.
Una mañana, en mi familia de Joibiros hubo mucho revuelo. Vino un pariente de Colonia Yacaré con noticias. Debía ser muy importante la noticia que traía, porque hablaban en wich'i. Noticia importante y también misteriosa, porque solo me explicaron de personas esenciales, y de una fiesta. Cada vez que deseaba averiguar más, solo conseguía que repitieran: visitas, fiesta y un lugar o personas, a las que llamaban tewok lheley. Solo Oretuel me hizo algunas confidencias para saciar mis preguntas. Me reveló secretos que, en vez de calmarme, dejaron a mi insaciable intelecto más sediento que antes. Especulé que sería mejor esperar un cercano viaje a Colonia Yacaré para averiguar más.

Luego de los días francos debía regresar a la Reserva Natural Formosa. Aprovechaba estos francos de lunes y martes para asistir al Instituto donde estudiaba con la ilusión de ser maestro rural. Pero debía resignar los demás días para dedicarme a mi trabajo de guardaparque en la Reserva, distante unos setenta kilómetros mas o menos. En esos viajes en jipiro solía llevar a paisanos y aborígenes, que contentos se ubicaban como podían en el poco espacio de mi tractorcito barrero. Esta vez llevaba a Oretuel, su esposa y sus hijitos. En esa oportunidad esperaba mi oportunidad, quería conocer algunas cosillas. Iba a ampliar mis garabatos sobre reuniones especiales, narradores secretos, leyendas místicas, mundos perdidos, discípulos de la selva y otros personajes como un tal yawenat o sawonal con una piedra filosofal o algo por el estilo.
A pesar de mi despliegue de preguntas en amplias variedades y con el marco de setenta kilómetros alargados por el polvo y el calor, no pude sacar de mis compañeros de viaje más que un sí o un no. Me tuve que considerar afortunado cuando me dijeron que no fuera impaciente y dejara de buscar las respuestas, porque son las respuestas las que nos buscan a nosotros cuando estamos preparados para recibirlas. Mis buenos hermanos de techo no entendían la cuna de asfalto y el sonajero de ansiedades en los que fui educado.
Algo andaba mal, ni siquiera aceptaron hacer un alto por la casilla rodante antes de llegar a Colonia Yacaré. Luego de dejarlos en su bendita colonia, que a esa altura del partido ya me tenía cansado con su perfume a misterio, regresé un poco enojado. En realidad, tenía bronca, mucha bronca. Porque no me habían contado todo lo que quería saber, no habían aceptado unos mates en mi casilla rodante, ni me habían invitado a quedarme en Colonia Yacaré.
Pero bronca sobre todo porque respiraban una dicha especial ante la inminencia de una fiesta. Y yo no podía participar por ser ‘criollo’. Me di cuenta de que ellos también discriminaban. Pero lo peor era que discriminaban no a un desconocido sino a mí, que era parte de su familia, como lo demostraron al aceptar que durmiera bajo su techo.

En tiempo presente. Un tiempo que siempre tengo presente.

En la madrugada, junto al canto de los ipecaás, acomodo las provisiones. Me acuerdo de Oretuel, su esposa y sus hijitos y me inunda una especie de dicha, semejante a la que ellos tenían el día anterior. Solo que mi dicha es porque en esta mañana, tan llena de luz, se derriten las telarañas de mis tiznados sentimientos. Comprendo que los Joibiros me habían hecho parte de su sangre y que yo soy un insaciable al querer ser parte de sus huesos. Ellos sabrán el motivo por el cual no puedo participar en sus fiestas. El ser parte de mi nueva familia wich'i es motivo suficiente para sentirme en paz con sus decisiones, así sean decisiones de distancias y espacios. Estos pensamientos me acompañan mientras conduzco mi viejo y fiel jipiro rumbo al Bermejo. Voy a buscar parte de su agua para saciar parte de mi vida.
Pero uno propone y el dios de los juegos dispone. Esta vez, la personalidad del Bermejo me espera con otro cambio. A unos cincuenta metros desde la orilla donde suelo cargar agua se ve un colchón de arena que invade, en pendiente pronunciada como si fuera un tobogán para gigantes, el territorio de los alisos. Y no lo pienso demasiado. Corro entre los alisos gritando desafíos y riendo a carcajadas. En la carrera me voy desprendiendo de la camisa, de las alpargatas, del sombrero y de los pantalones. Soy como un niño en plena travesura de buscar el dulce de leche escondido. Cuando llego a la orilla me tiro de pecho por la arena, rumbo al dulce de leche.
Inolvidable sensación. Luego del calor de la carrera, sentir el fresco contacto de la arena, con el vértigo de la velocidad lamiendo los remolinos del Bermejo amigo. Y no me basta. Aunque la correntada me arrastra unos cuantos metros voy a reincidir en la travesura. Tan ebrio de dicha y cansancio estoy que la arena parece cobrar vida. Ya desde la primera deslizada, justo antes del chapuzón, siento bajo mi cuerpo burbujas arenosas rozando mi piel. Cuando regreso al tobogán por tercera vez decido darme un respiro y me tiendo sobre la orilla, ante el sol, por un tiempo de tregua y sueño.
Ya un poco descansado y más sobrio, me incorporo dispuesto a seguir con el juego pero, asombrado, me doy cuenta de que desde los alisos me miran. Fue como si mamá me hubiera sorprendido con la cuchara dentro del dulce de leche. Calculo que son como cuatro o seis aborígenes salidos de la nada contemplándome en silencio y yo acá, de cuerpo entero, sin tener ni siquiera la cuchara para disimular mi desnudez. Si bien todo esto es demasiado para mí lo peor viene llegando. Dos mujeres se acercan por mi derecha: la primera con un palo, haciendo agujeros en la arena y apoyando uno de sus pies en cada agujero; la segunda, que trae mi ropa, caminando con cuidado sobre la huella de la primera.
-Pese a tener la libertad vertiginosa de la pendiente para el escape hacia el río, decido enfrentar a las mujeres con dignidad, saludos, sonrisas y vergüenza. Pero sobre todo, con curiosidad. ¿Por qué caminan señalando con agujeros el lugar donde pisar? La respuesta viene rápida y sin la necesidad de traductores: antes de llegar adonde me encuentro, cuando la mujer de adelante hace un nuevo hoyo, la arena cobra vida y saltando se convierte en una espléndida raya de río que se defiende con la aserrada púa levantada de quien le hace presión en la espalda. En mi pecho siento un escalofrío al recordar el roce de las burbujas sobre mi piel. Así que no me importa mucho vestirme delante de las chicas, sí me importa demasiado pisar por la huella de agujeros, asegurando el regreso a los alisos.
Cuando estoy junto a todos ellos, entre sonrisas y gestos, los invito a dar un paseo en el jipiro. Ellos contentos exclaman lo único que entendí: Colonia Yacaré, señalando una picada. ¡Y hacia allá vamos!

Es la segunda vez que me encuentro en Colonia Yacaré. La primera vez no hubo ningún tipo de bienvenida por eso me alegra mucho cuando una multitud de niños felices nos rodea a los gritos. Mientras tanto, bajamos las bolsas con la recolección de mistol y algarroba que mis ocasionales salvadores traían. Los niños, entusiasmados con mi visita, me hablan en su idioma y todos juntos, así que no entiendo lo que dicen. Pero de sobra intuyo que quieren subir al jipiro. Así que subo a uno. El resto hace lo propio sin mediar invitación. En poner orden al abordaje estoy cuando se acerca la esposa de Oretuel para avisarme que me esperan. Le pregunto por los niños ahí solos y ella me dice que Tañi los cuida. No me quedo conforme con esto pero igual la acompaño al hogar, donde estarían Oretuel y sus hijos, esperándome.
Sí, está Oretuel, pero no están sus hijos ni el hogar, como había pensado. En cambio, está toda la comunidad mayor aguardándome debajo de los algarrobos, junto al murmullo del Bermejo como testigo de cargo. Porque realmente parece un tribunal. Me ofrecen un tronco de yuchán a modo de asiento en la parte menos concurrida de la rueda y empiezo a contarle a Oretuel el episodio del tobogán para que me hiciera de traductor. Cuento que no era mi deseo contrariar las leyes de la naturaleza, que les quedo eternamente agradecido por salvarme la vida, y mil disculpas más por lo que me parecía se me estaba juzgando. Estoy entre monosílabos y mímica cuando una voz de la rueda, que no es la de Oretuel, me llama por mi nombre y me dice: “Alejandro, ya nos enteramos y nos reímos bastante de lo que te pasó junto al tewok. Te esperamos en el jowelek de esta noche”. Y se quedan mirando cómo, paralizado, con la boca abierta, solo atino a asentir con la cabeza al hombre que me habló.
Por cierto, es un wich'i de rasgos extraños. No alcanzo a distinguirlo bien, sin embargo, siento su mirada como el diseño acabado de todo su ser. Enseguida reacciono. Confirmo la existencia de mi grabador portátil y mi libreta en la riñonera. Por fin voy a presenciar una rueda del jowelek, la secreta celebración que Oretuel me había mencionado muy levemente pero como una gran confidencia. Me confirmó que el jowelek seguía existiendo, no era una tradición del pasado. Luego supe que además existían los misteriosos azalejpotec, hábiles narradores que mantenían la tradición oral de leyendas nunca divulgadas a los criollos. Los azalejpotec eran discípulos de un tal yewenot o yawonal, que era otra figura de la mística wich'i, un personaje bastante simpático que...
Pero la voz o la mirada, no sé, interrumpe mis pensamientos: “Como sabrás, Alejandro, en el jowelek nunca participó nadie que fuera extraño, solo hijos de Tañi. Hoy ella dio una señal. Permitió que estuvieras vivo para que nuestros recolectores te trajeran como fruto para madurar. Alejandro no será un invitado, va a ser un azalejpotec.” Y ahí sí me encuentro más lúcido que nunca. Me están aceptando, no solo para estar en el jowelek, sino también para ser un azalejpotec.
Seguramente Oretuel y su señora, que se encuentran sospechosamente sonrientes, habrán hablado de mí. Pensé en mis cualidades iniciales para llegar a ser un azalejpotec. Me abstraigo con estos pensamientos hasta que la voz, muy dulcemente, me despierta a otra realidad, como adivinando lo que estaba pensando: “Alejandro, te elegimos porque hay algunas condiciones que te ayudaron. Te ayudó algo tu amistad con Oretuel, te ayudó un poco más saber sentir la necesidad de los niños y te ayudó mucho Tañi, al inspirar a las rayas para que no te hicieran daño, ni te enviaran junto al SER DE TODO. Todo esto influyó para que decidiéramos formarte como azalejpotec, pero existe un poderoso motivo que va más allá de las ayudas. El Jawonat nos avisó que vendrías. Y no te apresures con averiguaciones secretas. En el jowelek vas a descubrir todo lo que tu mente pregunta y lo que tu corazón necesita. Eso sí al jowelek, si bien es como un río, profundo y lleno de vida, no se te ocurra venir vestido de la misma forma que lo hiciste en el Bermejo.” De inmediato habla en wich'i para el resto y apenas termina, empiezan las risas. Yo me uno al coro. Me río suavemente de todo lo que me había pasado en el Bermejo, pero luego me río profundamente de mis vanidades.
A partir de esta risa empecé a vivir lo que diez años después es La Piedra Sonriente.
(Fragmento de "La piedra sonriente")

MI PRIMER EXAMEN PARA SER GUARDAPARQUE

Cuando me preguntan cómo hice para llegar a ser guardaparque nacional, les cuento sobre el ingreso: examen escrito de cinco materias, el examen oral, la entrevista con guardaparques nacionales, el psicodiagnóstico y algunas burocracias.
Pero cuando yo soy el que me pregunto cómo hice para ser guardaparque, me respondo con este ingreso:

Cuando yo tenía siete años San Vicente, mi pueblo, conservaba un aire de naturaleza indómita y salvaje. Bueno, es mi deber aclarar que, para mis ojos con siete años de vida, casi todo era indómito y salvaje. Empezando por mí. Mi madre, más sorprendida que enojada, no podía explicarse cómo su hijo Alexito sacaba tanta energía a lo largo del día, ni cómo del lavarropa salía tanta mugre en lo corto de su ropa. Ahora que lo pienso, para comprender tendría que haberse atrevido a dejar su mundo de plancha y cocina. Y viajar. Desde uno de sus días de zapatos por las obligaciones del rulero hasta un día de los míos, de pies desnudos para la tentación de los charcos.
Una de las cosas que más me asombraba eran los pájaros. Esos animalitos sabían cantar, construir casitas, alimentar sus pichones y sobre todo, sabían volar. Poco a poco, tuve la convicción de que no eran animales. Yo no sabía de reino vegetal, animal, ni mineral. Pero me convencí de que los pájaros pertenecían al reino de las nubes. En cambio, las ranas, los sapos, las culebras, gusanos, moscas, escarabajos y hasta la misteriosa mamboretá, no tenían reinado ni patria. Por lo tanto, eran fáciles de cazar. Tenía, para esta actividad, diversas herramientas perfeccionadas con la sabia opinión de mis tres primos, ya viejos en este oficio. Yo los admiraba porque además de saber atrapar cualquier bicho, tenían gomeras bien lustradas en cada uno de sus altivos cuellos. Esto significaba el poder sobre el reino de las nubes. Convertía los pájaros en simples ciudadanos, sujetos a la ley de mis fabulosos primos mosqueteros. Por el derecho de familia y de mi deseo, D’Artagnalex debía tener su propia gomera.
--Muchas ramas en forma de horqueta fueron desechadas. Hasta que al fin, una de ellas me convenció. O quizás me convenció mi papá, que dijo ¡basta!, extrañado al ver a su hijo de siete años podando los arbolitos del fondo. Al fin, pude fabricarme una gomera. Era en realidad una ramita débil, con un par de elásticos del costurero de mamá. Pero para mi realidad era el sueño de tener el dominio sobre el reino de las nubes. Lleno de jerarquía y arrogancia decidí imaginar a un gran pájaro posado en la copa del ciruelo. Tensé mi brazo y estiré el elástico, que contenía una piedra grande y pulida, como merecía el disparo de bautismo. Solté la piedra y el aliento. Mi piedra casi supera la copa (desde la dulce imaginación de niño todopoderoso). Pero desde la realidad de niño práctico, le saqué a mamá un poco de pan, queso y galletas. Esparcí todo sobre el suelo del patio. Y esperé, detrás del tupido pomelo, al ser alado que dignándose a comer ese rejuntado, se colocara lo más cerca posible del corto alcance de mi gomera.
Seguramente mamá se habrá preguntado por qué sacaba un poco de pan un rato; luego algo de queso y más tarde, las galletas. Habrá llamado a papá para espiarme. No les habrá costado mucho ver, desde la ventana de la cocina, el queso, las galletas y el pan desparramado. Pero seguro, habrá resultado difícil distinguir detrás del pomelo barrigudo, al hábil cazador camuflado, con la sábana húmeda del tendedero.
Ya olvidada mi primera frustración por el poco alcance gomeril, debía enfrentarme con el largo alcance de la vigilancia de mis padres. Me explicaron que los pajaritos tienen hijitos, y que deben alimentarlos, y que si yo los mato iban a quedar huerfanitos, y que si yo sería tan malo, y que la sábana se ensucia, y todos los ‘y que’ que pueden decir los padres para rehabilitar a un hijo, futuro cazador terrible y despiadado. Si bien pusieron voluntad en explicarme, yo también puse voluntad en aferrarme a mi gomera. Ahora bien, como de padres se trata, mucho más avezados en el arte de la dialéctica y el convencimiento, pronto me doblegué al entregarles, sumisamente, el material bélico artesanal. Agravado por la humillación de prometer cuanta bondad futura se les ocurriese. Pero aún siendo analfabeto e inculto, tuve el chispazo de mi propio caballo para esos altivos padres troyanos. Mientras juraba ser bueno, no hacer nunca daño y demás yerbas, bajaba mi cabeza para que ellos creyeran humildad y acatamiento. En realidad, ocultaba mi mirada que se dirigía hábilmente al lugar exacto donde papá tiró mi gomera. Justo entre las lechugas de la huerta. De este modo, con esfuerzo sobreinfante, grababa en mi poca extendida memoria aquel contorno verdugráfico. Cuando los troyanos se descuidaran, este hábil Agamenón, recuperaría fácilmente su orgullo rescatando su gomera. Eso sí, la inocencia del decir y del hacer sería difícil de recuperar.
(Fragmento de "La piedra sonriente")